Como hondureños caemos frecuentemente en una sensación de desagrado por nuestro país. Nos sentimos agobiados ante tanta mala publicidad que se le da. Vivimos inconformes con la situación política, económica y social en la que vivimos. Escuchamos por donde sea comentarios negativos, muchas veces, no solo los escuchamos, pero nos unimos a ellos. Tenemos problemas de seguridad, de salud y de un terrible desequilibrio social. Aún cuando se prospera en algún ámbito, siempre parece haber algo que nos retroceda mil años luz. Vemos la cantidad de connacionales que emigran a diario, muchas veces sin encontrar el destino fructífero con el que tanto soñaban. Las personas que logran sobrevivir afuera buscando su futuro prometedor, muchas veces abandonan todo lo que les pertenecía, no me refiero solo a posesiones materiales, pero renuncian a veces hasta a su propia dignidad. Yo me encuentro por lo general en una gran disyuntiva. Yo amo mi país. Es hermoso, es rico, más de lo que nos podemos imaginar, tenemos gente amable y cálida; pero no puedo dejar de ver las injusticias que a diario se dan en las vidas de los hondureños. Una amiga me dice constantemente: “Honduras no necesita más mala publicidad de la que ya tiene, hay que enfocarse en lo bueno” y aunque me saben a limón sus palabras, sé que tiene la razón. Si no nos enfocamos nosotros en lo bueno, nadie más lo hará.
Esta semana mi “Viernes de Nicole” cayó del cielo. Fui a almorzar a un lugar que encontré en una red social. El restaurante mostraba los más exquisitos platillos peruanos. Unos ceviches que con solo ver las imágenes uno comenzaba a salivar. No había imágenes del lugar, sólo de los espectaculares platillos. Cuando me dispuse a encontrar el lugar en la zona residencial de Jardines Del Valle, llegué al destino que la dirección establecía. El lugar no concordaba con los espectaculares platillos que yo había visto. No tenía aire acondicionado, era totalmente abierto, no era nada más que una galera con sillas, mesas plásticas y unos ventiladores. Sin embargo, me dispuse a entrar. Había solamente dos personas atendiendo y tres dentro de la cocina. Muy amablemente un señor me ofreció un menú. Encontré el ceviche que había capturado mi atención y me dispuse a pedirlo. En el lugar habían varios comensales, a nadie parecía estorbarle el calor de las 12 del día de San Pedro Sula. Mientras esperaba mi ceviche, vi pasar los más deliciosos platillos. Todos olían maravillosamente. Era un engranaje perfecto. Nada parecía dilatarse y los platillos no sufrían ni en presentación ni mucho menos en sabor. Llegó mi turno y me dieron un increíble ceviche aguacatado, servido de una manera magistral. Mis ojos no daban crédito que en aquella pequeña galera se sirviesen tan espectaculares platos. El joven que me sirvió el platillo estaba también en la cocina y se veía su amor y laboriosidad en cada uno de los aspectos en los que trabajaba. Al decirme que disfrutara, escuché un acento diferente. Obviamente, con lo preguntona que soy, lo comencé a interrogar. Me dijo que su nombre era Javier Marcelo, era peruano y también el dueño del restaurante. Tenía un año de haber abierto sus puertas, sin ningún tipo de publicidad y la mayoría de personas que llegaban era por recomendación. Me dijo que él había venido a Honduras para la apertura de la cadena de restaurantes “Inka Grill” y que de inmediato se enamoro de Honduras. Aunque no vivía aquí, era el chef corporativo para Centroamérica. Vivió en Costa Rica bastante tiempo y cuando pensó en abrir un restaurante allá, los costos eran demasiado altos. Honduras le pareció el lugar perfecto. Las únicas dos cosas que no entendía de Honduras era por qué los hondureños hablábamos tan mal de nuestro país. Me preguntó, ¿Dónde está su sentido de nacionalismo? Y ¿Por qué tienen una gastronomía no explorada? Me comentó de un muchacho hondureño con el que se encontró en Costa Rica. El hondureño no podía creer que alguien extranjero con un currículo como el de él, que había trabajado en restaurantes de cinco tenedores y colaborado con chefs del calibre de Gastón Acurio, hubiera decidió apostar por Honduras. Le dijo cualquier cantidad de oprobios de su país y del lugar de donde el hondureño provenía… hasta que Javier lo puso claro. Le dijo que si tenía malos comentarios de Honduras se los guardara para él mismo. Que él no podía hablar mal de un país que lo había acogido y que no había hecho más que tratarlo bien. Que este era su sueño, no un sueño ajeno. Fue duro para mi escuchar a un extranjero hablarme tan bien de mi país, cuando a veces yo misma tiro comentarios despectivos de él. Fue difícil escuchar que alguien apueste en Honduras y el hondureño promedio busque una mejor oportunidad afuera. No todos somos solventes, todos tenemos que trabajar en conjunto para crear mejores oportunidades. Me explicó que con trabajo honrado, el que quiera, puede salir adelante. Que las oportunidades existen y solo hay que estar dispuestos a trabajar por ellas; que él jamás ha sido víctima de ningún tipo de violencia causado por la inseguridad. Me dijo que si haces las cosas bien, todo va a salir bien.
Él cree en Honduras y tiene sueños y añoranzas por cumplir aquí. Lo que había comenzado como una “sodita peruna”, es hoy un delicioso restaurante con planes de expandirse y convertirse en un restaurante cinco estrellas.
Nosotros vivimos quejándonos de cada situación negativa que abraza nuestro país. Nos dejamos llevar por el amarillismo y nunca logramos ver más allá del mismo. Vivimos sumidos en miedo y no nos arriesgamos por lo nuestro. Preferimos dejarlo todo y labrar sueños ajenos en un suelo distinto al nuestro. Dejamos nuestra identidad y patriotismo una vez cruzamos la frontera y nos olvidamos de todo aquello que nos arraiga. Vertimos comentarios nefastos de un país que solo ha sido víctima de malos administradores y, pese a todo logra subsistir y salir adelante. Ir a “Warique Catrocho”, me dejó grandes lecciones. La primera es que vale la pena apostar por nuestros sueños por pequeño que se empiece, es nuestro y mejorará en la medida que nosotros le pongamos empeño. La segunda es que los hondureños tenemos que dejar de hablar mal de nuestro país. Honduras es un país hermoso y vale la pena que resaltemos lo bello y lo bueno que tiene. Y por último, jamás juzgar algo por su apariencia. “Warique Catracho” es una exquisitez y aunque su apariencia sea sencilla, alberga los platillos más deliciosos en Honduras. Pronto volveré hambrienta por más.
¡Feliz Viernes! 😊
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