Vieran que le he estado dando bastante pensamiento al artículo de hoy. Les quería platicar de una situación particular que he estado viviendo. Es compleja, pero es una situación de poner límites y limitaciones, cosa que a veces me cuesta mucho. A veces te tenes que cuestionar cuánto soportas y cuándo podes decir: suficiente. Pero soy de las personas que cree que debemos darles oportunidades a los que, por x o y, nos hieren.
Pero al percatarme de mi entorno, me he fijado que se han suscitado situaciones parecidas a la que estoy pasando. Las personas tienen como ganas de hacer daño. Ganas de herir. Ganas que si ellos no son las estrellas, nadie lo será, aunque no se lo merezcan. Creo que está existiendo una mentalidad de que si no te beneficia directamente, aunque no te haga daño, ni te aporte ni te quite, es malo; y buscamos perjudicar a las personas que tienen eso que puede que, siendo honestos, ni queramos. Es como un pleito de egos.
Les voy a poner un caso que se ha vuelto público y todo el mundo ha tenido que ver con él. Hace unos días un grupo de madres de una escuela de la ciudad, mandaron un correo anónimo expresando su preocupación y denunciando supuestos hechos ilícitos que habían acontecido en la escuela. Mencionaban preferencias de maestros a ciertos alumnos, trafico de notas y hasta cierto grado de extorsión era mencionado en el correo. Denunciaban públicamente a personas que supuestamente estaban involucradas en los “ilícitos”. Era un extenso correo de quejas contra la institución y contra estas personas en específico. Pero en ningún punto ofrecieron una prueba. Ni si quiera se garantizaron de verificar lo que decían. No existía una verdadera queja, más que que sus retoños no eran los elegidos para clases avanzadas.
Su único malestar es que a otras personas, que siguieron el proceso, se les dio la oportunidad de llevar clases avanzadas y a ellos no. No es algo que los dañaba, nos es algo que realmente les causaba un perjuicio, es simplemente que no eran ellos. Y arremetieron con toda la maldad del mundo para perjudicar a maestros y alumnos, sin importar qué pudieran generar estas acciones.
Y cuando leí todo lo que estaba pasando, realmente no podía creer que un grupo de mujeres maduras estuviera en ese drama. Creo que si realmente hubieran tenido un interés verdadero, se reúnen con las pruebas ante las autoridades para ver qué se hace. Pero en lo que estaba leyendo, la verdad no comprendiendo esta actitud, recordé que recientemente había leído un artículo acerca de la infelicidad. El artículo hablaba de cómo se han disparado los índices de infelicidad al rededor de mundo. En Latinoamérica, después de haber un porcentaje del 46% en este año se ha elevado a un 83%. Esto ha afectado a todas las edades, todos los géneros y a todos los estratos sociales a la vez. El estudio se hizo en varias partes del mundo y se basaban en medir 3 categorías: 1) La felicidad afectiva (cada cuánto sonreímos al día y cuánto nos estresamos). 2) La satisfacción que podes encontrar en la vida (vaso medio lleno o lleno). Y finalmente, 3) Si creían que su vida tenía sentido.
El estudio demostró que las personas perdemos la sonrisa más a menudo por problemas de fácil resolución. Que lo habitual en cada situación es ver más lo negativo que lo positivo. Que se encuentran atascados y sienten que su vida no marca una diferencia, que es una vida sin sentido.
Al pensar en el ejemplo de las madres anónimas, en mi situación personal y, la verdad, viendo a mi alrededor, no pude más que conectar los puntos y llegar a conclusión que la verdad es que no somos malos, somos infelices. Tratar de quitarle al otro lo que le corresponde, denigrarlo, decir cosas solo por herir, es nuestra manera de exteriorizar esa profunda infelicidad que llevamos adentro, pero que tenemos miedo de expresar, porque últimamente vivimos en la cultura de la perfección.
Mi expresiva madre me dijo el otro día: “lo que tiene la gente es ganas de joder”. Y puede que sus palabras estén llenas de razón, pero la actitud de estas personas se deriva de su infelicidad mal canalizada. ¡Qué triste que estemos descontentos y no lo podamos exteriorizar bien! Que tengamos que recurrir a querer hacer sentir al otro miserable a causa de un problema interno de nosotros. El estar descontentos con nuestra vida es algo que podemos arreglar buscando ayuda profesional, buscando propósitos, sirviendo y enfocándonos en NUESTRA vida y no en la de otros.
Siempre he sido fiel creyente que la gente feliz chinga menos. La gente feliz no tiene tiempo de meterse en la vida de nadie porque está ocupada viviendo su vida, solventando sus problemas y dándole sentido a su vida. Tal vez no lo tiene todo, pero han encontrado ese balance entre luchar por lo que quieren, disfrutando lo que tienen. Han aprendido que la alegria y satisfacción del otro es un logro digno de admirar, no de denigrar.
Así que, en mi disyuntiva de saber cuántos límites poner, entiendo ahora que las actitudes de las personas deben ser vistas con ojos de empatía, ya que las personas no son malas, es mucho peor: son infelices. Podemos tratar de ayudarlas y darles amor, porque al final del día es lo que tienen, una gran carencia de amor. Pero con toda la misericordia y el amor del mundo, tampoco podemos tolerar lo intolerable. No podemos dejar que nos pisoteen y que nos dañen. Debemos poner un alto. Por mucho que entendamos su infelicidad, no podemos sufrirla por ellos.
Así que lección de este viernes: dedíquense a su vida, observen qué áreas de su vida están flojas y concéntrense en no meterse en la vida de otro y, sacudámonos esa infelicidad.
¡Feliz Viernes! 😊
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