Hace unos días circuló vía mensaje un hermoso relato escrito por una Sampedrana, en el que se contaba de los dorados tiempos de la bella ciudad industrial de Honduras. Su relato hizo que mi mente volara a las calles por las que todos los días paso y saber lo bello y sano que fue. Mis papas siempre me habían hablado de los maravillosos helados “Beall” y las excursiones al Casino Sampedrano. El mensaje iba mucho más allá que solo una radiografía de lo que era la gloriosa San Pedro Sula. Hablaba de la familia como núcleo de todo, del respeto, del lenguaje de los ojos de las madres y de como se arreglaban los problemas.
Ayer mientras recorría las calles de San Pedro, encendida y pintada de amarillo por los bellos San Juanes florecidos, no pude más que pensar en la San Pedro Sula que me tocó.
Como Sampedrana no tuve la dicha de disfrutar todas las libertades que la autora expresa, pero si las suficientes como para poderme adherir a su relato prácticamente mágico. Yo crecí en la época en que todavía la ciudad no estaba pavimentada en su totalidad. Aprendí a patinar en Río Piedras mientras terminaban de tirar el concreto frente a la casa de mis abuelos. Esperaba con ansias que mi tía, en su época de estudiante, llegara a por mi para llevarme a dar el “roll” de las 4:00 con sus amigas por la Circunvalación, comprándome un cono de “Kobs”. Mi abuelo me llevaba a las clases de ballet donde iban todas las niñas de la ciudad y, aunque nunca adquirí ningún ritmo, mi abuelo siempre tenía compasión de mi comportamiento y me llevaba a por un “cañoncito” a la Panaderia El Centro. Caminaba media cuadra para llegar a la Alianza Francesa y poder atender a mis clases de francés.
Caminaba a la “trucha” y moría por los “Duvalines” y “Pachicletas” y las “Botonestas”. Iba al cine “Gemenis” y al “Acuario”, pero cuando modificaron “Multicines Plaza” con la barra de dulces más grande y con un tema futurista tan de moda en aquel momento, era al único que quería asistir. Nuestros papás nunca se involucraban en los problemas de niños y debíamos ser responsables de nuestros actos y las consecuencias que acarreaban. Nunca se llevaba nada a la Fiscalia y todo se arreglaba internamente, posiblemente castigando a los dos revoltosos. Se nos castigaba cuando lo necesitamos y se nos corregía cuando éramos malcriados.
Aunque no es la San Pedro Sula en la que crecieron mis papás y en la que muchos otros tuvieron la oportunidad de vivir, crecimos alegres, felices, pensando que éramos los seres más libres del mundo. Al ver actualmente lo que le ha tocado a mi hermanito, me da tristeza. Nunca realmente comprenderá, ni tendrá la facilidad de saber como se siente ser libre. Poder rasparse las rodillas en el concreto fresco, ni mucho menos ir por el “roll” de las 4. Nunca más volverán a ser libres, ya que su celular se apoderó de ellos. Que en el afán de alcanzar la “popularidad” pueden salir lastimados. Que los pleitos ya no se arreglan con una buena “palabreada”, que ahora los padres tienen miedo de sus propios hijos. Que todo lo que digan y hagan será publicado a gran escala en las redes sociales y no solo sabrán sus compañeros, pero el mundo entero. Cuando leí el relato compartido, no pude más que sentirme afortunada de la ciudad en la que me tocó vivir. De lo dichosa que fui de nunca sentir ningún peligro o temor. A medida que meditaba lo que se había perdido, pensaba en como podríamos recuperar las épocas de oro. Como muy sabiamente lo dijo Analia Güell Bogran: “todo está en el núcleo de la familia.” El recordar las viejas costumbres y hacerlas ley dentro de nuestro hogar, cambiará la manera en la que nuestros niños se enfrenten al mundo. Que la familia sea el centro de nuestra vida, ayudará a que nuestros niños y jóvenes aspiren a la paz y la armonía. Cuando las sociedades se transforman y se pierde lo más importante, los valores, nacen las tiranías. Opongámonos a esta situación. Retomemos nuestros valores, nuestras vidas y el amor por nuestra ciudad.
¡Feliz Viernes! 😊
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