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Foto del escritorNicole Vaquero

Cipotes


El día martes mi papá me llamó para contarme que se había realizado la adaptación cinematográfica del libro del escritor hondureño Ramón Amaya Amador, “Cipotes” y que si me gustaría ir a verla. No soy muy fanática de asistir a las salas de cine, hay algo en ellas que no logra causar en mi ningún encanto ni atractivo. No sé si será el olor de toda la comida revuelta, lo chicloso que puede sentirse su suelo, la gente murmurando o los teléfonos celulares sonando a diestra y siniestra, pero sencillamente no me agrada. Sin embargo, al escuchar el entusiasmo de mi papá al otro lado del teléfono, no pude resistirme. Pensé que era importante apoyar las obras hondureñas que lentamente se hacen paso en esta sociedad tan dura que escruta hasta el más mínimo de los detalles. Me agradaba la idea de ver realizada una película hondureña de uno de los libros, tal vez del mayor exponente literario de Honduras.

Después de comprar los acostumbrados bocadillos, llegamos a nuestros asientos asignados. Habíamos un aproximado de veinte personas en la sala. Al comenzar la película, comenzaron ciertos comentarios un tanto burlescos de los hechos que acontecían en la película. A medida que ésta transcurría, risas y lágrimas salían de mi, lo más distintivo fue un sentimiento de culpa que me embargó.


En el noveno grado, hace ya varios años, en la clase de español, se nos asignó la lectura del libro “Cipotes” de Ramón Amaya Amador. Por una parte de ese año se asignó al curso el estudio de la literatura hondureña, aprendiendo de las obras de Lucila Gramero de Medina, Julio Escoto, Roberto Sosa, Roberto Castillo y por supuesto, Ramón Amaya Amador. Recuerdo claramente que cuando se me asignó dicha lectura, recorrí las primeras páginas y me causaron una sensación de disgusto y aborrecimiento. No quería leer un libro que plasmaba las tragedias de unos “lustrabotas que ya ni existían.” Leí el libro por pedazos, obligada, sin prestarle atención a sus detalles ni a ninguna de sus palabras. Ese bimestre habíamos leído Blanca Olmedo, Prisión Verde y ahora Cipotes. Todo era tan trágico. En mi escueta mentalidad de quince años, pensaba que los escritores hondureños vivian sumidos en la tristeza, ya que solo escribían terribles dramas y tragedias. Curiosamente, cuando llegó el momento de leer el cuento de Roberto Castillo “Anita, la Cazadora de Insectos”, hubo la proyección de la película del mismo. Las maestras organizaron una programación especial un sábado donde los alumnos de noveno, décimo y onceavo grado, podrían disfrutar en la sala de cine, abierta solo para ellos, la adaptación de dicho cuento. Me avergüenza decir que mi comportamiento fue deplorable. Estaba molesta de tener que ir un sábado obligatoriamente al cine y, aparte de todo, a ver una película “ridícula”. No me puedo ni imaginar la vergüenza y la pena que pudieron sentir mis maestros ante las actitudes de los niños “más educados de San Pedro Sula”. La presentación de la película fue un desastre. Entre malcriadezas, gritos, la mitad de las niñas aglomeradas en los baños, creo que nadie vio la película. En las semanas que siguieron salió un pequeño artículo en el periódico acerca de la película y la programación especial que tuvo para ciertos niños. El artículo calificaba la película de excelente, mas a su audiencia no. Recalcaba como lo niños que recibíamos la mejor educación de la ciudad no podíamos valorar los esfuerzos realizados por otras personas. Que era triste que el prominente futuro de Honduras, no eran más que unos “burros con pisto”.

Muchas de las reacciones a mi entorno fueron de indignación. No porque la persona que redactó el artículo tuviera la razón, pero porque se estaba generalizando una situación, que “posiblemente no era así” y que “no se podía hablar de niños menores de edad, que hasta alguna consecuencia legal” podría acarrear dicho artículo. Obviamente, los días pasaron y así pasó todo el melodrama de lo que había sucedido en aquella sala de cine. Esta vez sentada en la sala de cine me sentí avergonzada de mi actitud de hace tantos años. De como había desaprovechado aquel libro, de como no había sentido un sentimiento de indignación por la realidad de los niños y jóvenes. Sentí un disgusto tan grande contra mí, ya que había tildado aquel libro de “desfasado y trágico”. La película retrata para mi, los rostros de una realidad que ahora conozco. Que pese a que el libro fue escrito en 1963 en Praga y pretendía este ser una fotografía o una pintura para las generaciones venideras de la realidad de ese momento, y supieran de dónde habían salido, el camino que habían recorrido para liberarse de los peligros que corren los niños en las calles donde impera la ley de la selva.

La cuestión es que no quedó meramente como un recuerdo plasmado de un pasado oscuro, la realidad pintada por Amaya Amador hace tantos años, sigue imperando en la mayoría de hondureños que recorren las calles buscando un par de lempiras para la subsistencia de su familia. Las atrocidades que viven los niños hoy en día no conoce de límites. Los pocos que tienen la posibilidad de ir a la escuela, van sin útiles o zapatos. Muchos trabajando en las madrugadas y por las tardes al salir de la escuela. Como todo en la vida, tanto en el libro como en la película existe un “resquicio de esperanza”, ya que en ambos se traza, de manera distinta, la ruta sugerida que puede seguirse para el tan necesario cambio. Cuando entendemos que no son ni nuestras situaciones, ni nuestras circunstancias las que nos definen pero si las actitudes que podemos tomar frente a ellas, todo cambia. Cuando comenzamos a decidir sobre nuestra situación, por muy adversa que sea, encontrando en todo el lado positivo, la vida da un giro. Cuando entendemos que si nosotros lo decidimos, las pruebas que la vida nos lance, sin importar cuales sean, las podremos superar. A veces no entendemos lo afortunados que somos. Creemos que todo lo que tenemos es obligación que se nos brinde, pero cuán equivocados estamos. Cada cosa es trabajada y labrada con esfuerzo. Que aquellos que tuvimos la posibilidad de nacer en mejores circunstancias debemos agradecer cada día de nuestras vidas por todo lo que tenemos, porque todo es un regalo. Debemos entender que al dársenos un poco más, tenemos la responsabilidad de ayudar a todo aquel al que poco se le dio. Tenemos la responsabilidad de ser una sociedad en la que se da amor a manos llenas a todo aquel al que le falta. Como lo enmarca el cronista hondureño “todos hemos sido cipotes” y fui una cipota verdaderamente feliz y es mi responsabilidad ahora poder compartir esas felicidad con todos los cipotes que me rodean.


¡Feliz Viernes, Cipotes! 😊

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