El martes por la madrugada mi familia sufrió una pérdida irreparable. Mi tío y padrino Gustavo Manzanares Vaquero, a la edad de 63 años, nos dejó repentinamente tras un infarto. La noticia, como es obvio, sacudió las fibras más sensibles de toda nuestra familia. Lo que deben saber de nosotros “los Vaquero” es que siempre estamos enterados el uno del otro. No importa cuanta distancia haya entre nosotros, al momento de volvernos a ver es como si no hubiera pasado ni el café de la tarde, y se ha ido manejando así generación tras generación. No es de extrañar que sintiéramos la partida de nuestro amado tío tan significativamente.
Al recibir la noticia por parte de mi papá, yo no podía creerlo. Al escuchar sus palabras no podía creer que habláramos de la misma persona. A medida fue pasando el día yo seguía dudando de las palabras que mi papá hace algunas horas me había dicho. Cuando ya por fin realicé que mi tío ya no estaría con nosotros, comencé a recordarlo. Comencé a pensar en su gran sonrisa, en su altura y en sus abrazos enormes. Comencé a recordar todos los diciembres que venía a mi casa a vernos y por último pensé, “¿cuando fue la última vez que hablé con mi tío?” “¿Habrá sabido mi tío cuánto lo quería y lo admiraba?” “¿Que podría haber hecho yo para que mi tío supiera cuánto sentiremos su partida?” Inevitablemente, después de esto, comencé a pensar sobre la muerte, sobre por qué nos resulta tan inesperada. Sabemos que es algo tan certero, incluso, existe un dicho que nada en esta vida es seguro menos “la muerta y los impuestos”. No importa cuán preparados creamos que estamos para recibir la muerte de algún ser querido, en nuestra mente se vuelve inconcebible y prácticamente imposible. La muerte, la ausencia, la partida siempre nos duelen. Siempre rompen nuestro corazón, perdiendo un pedazo del mismo que no podremos recuperar. Deseamos más tiempo con nuestros seres queridos, deseamos que ellos sepan lo importante que eran en nuestras vidas y cuánto los amábamos. Comenzamos a pensar y a reflexionar que podría menguar nuestro dolor. ¿Qué podría hacerse para que nuestra pena y angustia fueran menos? Para mi solo existe una manera: Vivir cada instante como si fuera el último. Es decir, haber disfrutado de la persona que nos dejo, al máximo en vida. Haberle amado, haberle dado lo mejor de nosotros mismos para que el día de mañana podamos llenar nuestro maltrecho corazón de estas maravillosas e inolvidables experiencias. Sé que estas pueden ser muy bonitas palabras y aún fáciles de escribir, pero debemos vivir cada uno de nuestros días como si fuera el último. Darnos a los demás en amor, no dañando a nadie, luchando por nuestros ideales, siendo todo aquello que añoramos ser, aprovechando cada momento. Poder saborear cada aventura, cada carcajada y cada lágrima. Saber valorar cada día y que abrir los ojos cada mañana es un enorme regalo. Debemos tener la certeza de que el tiempo, el amor, la dedicación que compartimos con nuestros seres queridos en vida durará para siempre. Aprovechemos el momento. Hagámoslo nuestro. Mi tío vivió su vida de esta manera. No por nada el “Carpe Diem” es la filosofía que encabeza el Romantisismo, así vivió mi tío, como un verdadero romántico. Si bien es cierto, nos queda el dolor de su partida física, en nuestro recuerdo será inmortalizado para siempre. Tengo la certeza que aprovechó cada uno de sus días aquí en la tierra, siendo un esposo amoroso, un orgulloso padre, un consentidor abuelo, un hermano, primo y tio excepcional. Un excelente profesional que luchó siempre por lo que creyó. Permanecerá siempre inalterable e indestructible en la memoria de todos los que lo conocimos.
Recordaremos a nuestros seres queridos con todo lo que le dimos en vida y nos dieron ellos en vida. “Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, así una vida bien usada causa una dulce muerte”. Leonardo Da Vinci. ¡Feliz Viernes! 😊
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